viernes, 23 de agosto de 2013

Entrevista a Sergio Pángaro

El músico, actor, escritor y embajador del estilo lounge en Argentina hace casi 20 años que está al frente de Baccarat, un grupo que conserva el espíritu de los años ‘50 mientras busca el ritmo perdido y se rebela con los signos de su tiempo.


El rock nació revolucionario y surgió de un descontento al cual Sergio Pángaro también adscribe. Pero como las quejas son una pérdida de tiempo, él prefiere ir por otra vía y hacer pie en mundos paralelos inspirados en el pasado. Mientras el rock suele afiliarse al forever young y destacar la juventud como divino tesoro, Sergio se divierte jugando, como otra forma de rebeldía, con las posibilidades que habilitan las ucronías.
La ucronía es un género literario con una trama que toma como punto de partida un hecho del pasado para desarrollar realidades ficticias. La pregunta inicial es ‘qué hubiera pasado si’ y desde allí especula: ¿Qué hubiera pasado si  los dinosaurios no se extinguían? ¿Qué hubiera pasado si los nazis ganaban la Segunda Guerra Mundial? ¿Y si Argentina, en 1982, recuperaba la soberanía en Malvinas? 
Pensemos en Pángaro: ¿Cómo hubiera sonado Baccarat si se gestaba en la Belle Epoque, época en la que primaba el refinamiento y la ostentación? Probablemente, en vez de emular la cosa lounge, de casino y de cóctel, Sergio estaría al frente de una banda punk y vestiría jeans comprados en ferias de ropa usada por los buscadores de oro de California.

A Sergio Pángaro le gusta vivir en Constitución porque se puede conseguir de todo a cualquier hora. Los cartoneros, las travestis, los dueños de los bares y cafés, los senegaleses, peruanos y bolivianos que pueblan el barrio ya se acostumbraron a verlo vestido como Humphrey Bogart y no les llama la atención: en definitiva, ellos son mucho más estrafalarios.
Traje cruzado, corbata, chaleco, zapatos, gomina, bigote finito. Con ese look, a nadie se le podría cruzar por la cabeza que ese hombre fue una de las revelaciones del rock local de los ‘90 con el grupo San Martin Vampire, ni que fue alumno de Bam Bam Miranda porque estaba interesado en los ritmos africanos. Una especie de Serge Gainsbourg platense, aunque no del todo platense y no del todo ‘maldito’ como el francés. También músico, cantante, actor, escritor, compositor de bandas sonoras; también Sergio; también enamorado de las metrópolis elegantes y románticas: aquel de París, éste de Buenos Aires.
Aunque el imaginario de Pángaro esté repleto de referencias, en él no son forzadas, sino que las volvió parte de su vida cotidiana: el  living de su casa parece recortado de una foto blanco y negro de los años de los cocktails y el buen vivir. 
Se reconoce snob, pero con un sentido y sin pose ni afectación. “Creo que todas esas referencias que uno toma son excusas para conectarse con el presente. Como lo más difícil es eso, conectarse con lo que pasa ahora, se buscan referentes aproximados”, explica. 
Lo importante está en las elecciones estéticas para armar el entorno de fantasía que conecte con otras cosas y convertirse en un puente: hacer un collage y reformular un poco para vincular el público con aquello. 
“Con la intuición uno llega, legítimamente, a algo que ya se hizo antes, pero con un poco de teoría podés evitar creer que ya se hizo todo. Los clásicos ya están en el inconsciente, es en las fisuras donde está la diferencia. Algo parecido pasa con la huella dactilar: todos tienen dedos y huellas dactilares, pero la tuya es distinta. Siempre hay un lugar para ser único”.
Su búsqueda en lo retro se remonta a sus incursiones en el sampleo: esto de grabar voces arriba de un vinilo instrumental sonando de fondo. El mismo ‘karaoke’ que hizo Mike Patton en su proyecto Mondo Cane en el que recreaba a Fred Bongusto, Sergio lo hizo con canzonettas italianas, las que llegaron a Argentina con la inmigración  y acá se convirtieron en tangos. 

Pángaro tomó el nombre ‘Baccarat’ porque le sonó francés en un momento en el que los nombres de las bandas sonaban inglés: lo seducía más el encanto parisino. Sin embargo, lo que rescata es la posibilidad de verse elegante sin la necesidad de gastar una fortuna, la elegancia como un valor disociado del dinero y más cercano al imaginario creativo. 
Por ejemplo: una lámpara de cristal de Baccarat simple, nada de arañas pomposas, sale más de 2 mil dólares; y un par de copas en Mercado Libre, 900 pesos. Por contraste, los trajes que usa Pángaro se consiguen por pocos pesos en el Ejército de Salvación y las escenografías de los shows se arman con algún que otro hallazgo entre las chucherías del Once. "Baccarat es una banda pobre, nuestras escenografías cuestan un peso. Sin embargo, nuestra estética remite a una situación de esplendor y lujo. Fijate entonces el valor que tiene la imaginación y cómo con dos boludeces podés generar esplendidez", contó en una entrevista que concedió en 2001 a la radio cordobesa La Rocka. "Yo no tengo plata para irme a Italia, entonces ¿qué hago? Me tomo un Campari -que sé que es fino porque la vi a Catherine Deneuve hacerlo y me imagino que es un trago que queda bien en la Costa Azul- y ya me puedo transportar e imaginar que estoy ahí caminando. Es algo a lo que cualquiera puede remitirse y es tierno, no es irónico".

La ironía dadaísta es parte de los componentes Baccarat: el cuestionamiento a las convenciones, la provocación, la ruptura con la solemnidad, la búsqueda de arte en las fisuras. En el ámbito de la poesía, el dadaísmo -antesala del surrealismo- promovió la creación de un lenguaje libre y sin límites. En sus consejos para hacer un poema dadaísta -en Siete Manifiestos Dadá (1924)-, Tristan Tzara sugiere recortar palabras del periódico, mezclarlas en una bolsa y luego ubicar los recortes en el orden que salieron y armar un poema. ‘El poema se parecerá a usted. Y es usted un escritor infinitamente original y de una sensibilidad hechizante, aunque incomprendido del vulgo’, explica Tzara.
Baccarat, a modo de laboratorio intelectual, trabaja sobre ese lugar ambiguo del dadaísmo de construir una apariencia para no levantar sospechas y, una vez dentro, provocar la ruptura. Pángaro de alguna manera oficia de curador o de editor, es quien arma el poema a partir de los recortes para que esa selección genere una lectura nueva, original y a la vez universal. "En el Dadá tenías que simular elegancia y honorabilidad para que el sinsentido cobrara fuerza. Si viene un loco caminando con un plumero en la cabeza y vestido de cualquier color uno lo va a desestimar y lo que diga no te va a sorprender". ¿Y si viene Sergio Pángaro de traje, peinado a la gomina y con sus maneras elegantes uno le cree todo? Algo así. 

A Sergio Pángaro el rock nacional de los ‘80 nunca le provocó nada, sentía que tenían el oído afuera traduciendo. La primera vez que vio a Virus en vivo fue en Obras. O bien: la primera vez que vio a Federico Moura. Sergio se sorprendió ante todo por su flacura, Moura ya estaba muy enfermo, y a la vez le impactó algo que no había visto en nadie arriba de un escenario. “Estaba poseído por un charme entre femenino y elegante. Lo vi como alguien entregándose a un rito que unía al público y a Dios, y él en medio como un sacerdote aflojándose a un juego que, en ese momento, para mí era la elegancia”. Aunque en ‘Lluvia Dorada’ canta que él a Federico lo adoró, Moura no es un referente estético ni alguien que haya cambiado su manera de cantar o componer. Lo que lo alucinó fue su capacidad de estar en un escenario oficiando un ritual, conectado con una energía mancomunada entre artista, público y música.

Pángaro nació en 1965 en Comodoro Rivadavia y llegó a Buenos Aires en 1974 , año en el que murió Perón. Su mamá le había enseñado a leer antes de ir al jardín y se la pasaba leyendo; hasta ese momento ninguna otra inquietud había despertado su creatividad. Cuando se mudaron a La Plata, el pequeño Sergio se acercó a un grupo de gente de la iglesia y empezó a cantar en las misas. “La gente venía a ver a Dios y de paso había una persona que contemporizaba una situación cantando canciones de repertorio religioso. Es como la parábola de los talentos: si sabés hacer algo, es tu obligación dárselo al Señor. Estaba nervioso, pero cuando uno es chico todo lo que hace goza de simpatía”.
Luego, en la orquesta del colegio, aprendió a tocar la mandolina, a la que le siguió la guitarra. Las canciones de la orquesta eran polkas y como la mandolina tiene diapasón chico y sus manos eran también chicas, le resultaba cómodo. 
Cuando terminó el colegio, cursó hasta tercer año de dirección orquestal en la UNLP y dejó para hacer la suya. Se instaló en Buenos Aires, amén de que aún considera que las cosas suceden en los márgenes de esta ciudad-puerto con una ubicación estratégica para la difusión. Fue modelo vivo en la Escuela de Bellas Artes de la Pueyrredón y además se puso a grabar y transcribir las clases en Puán para los apuntes de los alumnos. Más allá de estas experiencias, afines a sus infinitas inquietudes e intereses, Pángaro siempre trabajó de músico. Era eso, ahí estaba todo. Le gusta tanto hacerlo que le divierte decir que paga para tocar, en vez de que le paguen para hacerlo.
En la Pueyrredón, Sergio hacía el casting para Baccarat y así conoció a algunas estudiantes de arte que fueron sus coristas: Adriana Vázquez, Eva Shin y María Ezquiaga. Le interesaba armar Baccarat más allá de lo musical y más cerca del hecho teatral, de lo lúdico. “En ese sentido, creo que un artista plástico está más capacitado para observar un entorno que al músico se le puede escapar y tomar todo con igual importancia: la estética, el tono, el ritmo, la puesta en escena, la ropa, los gestos”.
En el escenario, Sergio hace todo eso que usualmente enumeran por separado: ser actor, escritor, cantante, compositor. ‘Aptitudes histriónicas’, las llama él. 
En cine fue Jorge Ramirez (irreconocible en un ambo de enfermero) donde interpretó a ‘el artista’ en la película homónima de Cohn y Duprat (2009); en Moacir de Tomás Lipgot (2012) hizo de él mismo -aunque en una versión alterada por el guión- asistiendo musicalmente a un brasilero con dotes de cantor internado en el Borda y compuso la música original de Animalada de Sergio Bizzio (2001), Yo, presidente (2006) y El hombre de al lado (2009), con la que ganó un Cóndor de Plata.
La fascinación de Pángaro por la cultura oriental lo animó, en su faceta de escritor, a usar las palabras en clave Tao Te King para el libro Señores Chinos (2007). “Comparado con eso, todo lo que escribo después no me gusta”, dice. “Las canciones no tienen historias consumadas, porque son anhelos: si uno está bien no le dan ganas de componer. Ahora no encuentro algo que esté a la altura de lo que me generó la producción anterior”. Pángaro necesita deslumbrarse con una idea, sentirse cómodo y ahí aparecen las variables y la inspiración. 

¿Qué es lo último que viste o leíste que te haya provocado este tipo de concentración?
El Eclesiastés. Encontré un par de frases que me detonaron, agarré dos o tres versiones y vi que había coincidencias. Me dio la pauta de que había un escritor ahí que decía otra cosa que la que los monjes medievales querían encauzar para su causa. Entonces hice como una edición, no era algo creativo, sino casi de fiscal, de ghost writer.

En un bar frente a la plaza Constitución recita un pasaje: "Yo busqué la razón de las cosas y la sabiduría huyó de mí: cuanto más conocimiento, más dolor”. 
Sergio Pángaro no sufre aburrimiento -ese sentimiento tan peligroso-, sino que tiende a la angustia y en ese dolor, como la ostra que recibe el granito de arena, procura encontrar lo que ese dolor puede traer. ‘Miles de ostras viven tranquilamente. Mientras que otras llevan dentro algo que las inquieta. Esas dan una perla’, escribió en Señores Chinos. 
Más que buscar la verdad, que es una tarea inútil y una pérdida de tiempo como la queja, lo que busca Pángaro es la belleza: una perla.


Fotos de Dina Cantoni
Publicado en Dadá Mini #23- «El futuro ya llegó» - 2013

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