jueves, 3 de enero de 2013

Mi abuela no paraba de hablar


Mi abuela no paraba de hablar. Hablaba por teléfono, hablaba con el portero, con el director del Hospital de Niños, con el taxista, con el gobernador de Córdoba, con el vendedor de la juguetería, con sus amigas en plena partida de Loba. Hablaba sola y hablaba con los espíritus cada vez que se le antojaba jugar a la copa. Pero con la persona que más le costaba hablar en el mundo – y decir “el mundo” no es una expresión al pasar porque su inglés y su francés, aunque indescifrables, se hacían entender – era con mi abuelo. Él le reprochaba que no modulaba, que su ansiedad por decir, decir y decir volvía a su discurso una masa inentendible y deforme. La noche antes de morir, mi abuelo soñó que se le aparecía la virgen María y trataba de decirle algo que él no podía descifrar. “¿Porque no modulaba?”, preguntó alguno de los presentes.
Soy la nieta más chica y la menor de seis hermanos. Antes de empezar el colegio, a los cinco años de edad, ya sabía leer, escribir y hablar con fluidez. De esta manera fue que me convertí en la precoz traductora y emisora de mensajes entre mi abuela y mi abuelo. Vivían en el mismo piso del mismo edificio, compartían la línea telefónica y unos pocos metros separaban una puerta de la otra. “Preguntale al Pepé si quiere comer”, “Decile que no”, “Dice que no”. “Llevale el diario a tu abuelo”, “Gracias, bichita”, “Ya se lo llevé, estaba en pijama”, “¿Te dijo si comió?”. Así sucesivamente, domingos y lunes, antes y después de quedarme a dormir en lo de mi abuela con una de sus remeras traídas de algún viaje.  Hasta que un día me harté y les dije que no quería juntarme más con ellos porque se peleaban mucho. Les dio tanta risa que por un instante me sentí la artífice de algo que hoy podría llamar complicidad. Y nos fuimos a comer los tres juntos.

Las hermanas juegan





Las hermanas en el sótano ríen en voz baja. No quieren despertar a nadie, ni que se enteren que están jugando y no duermen. Es la hora de la siesta y adentro está fresquito. Descubren una bola espejada donde se reflejan como en un ojo de pez. Practican piruetas y gestos ridículos para desafiar la imagen que les devuelve.
De lejos, la forma se mantiene inalterable. De cerca, psicodelia y distorsión como en la película de Robert Wiene que vieron el domingo en el Grand Splendid.
La bola se les escapa de las manos, rueda por el parquet y el sonido les recuerda al bowling. Una de las hermanas se calza los zapatos para estar al tono. La otra busca la cámara, para disparar en el momento preciso.
Como el aleph en el sótano de la calle Garay, la bola es uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos, donde están todas las luminarias, todas las lámparas, todos los veneros de luz.
Ellas lo saben, y en el fresco rumor de la siesta, ajenas a los mandatos y la abulia familiar, las hermanas descubren un mundo en el sótano donde los universos se condensan, se proyectan y se ven desde todos los ángulos. Ríen en voz baja para no despertar a nadie, es un secreto.


* Este texto sobre la foto de Anne Marie Heinrich fue parte de la muestra "... o el dilema de la visibilidad" (2012) en el Museo Genaro Pérez (CBA) del Colectivo curatorial del Cepia Artes Visuales.