El espejo del ascensor se ha convertido en mi más íntimo confesor.
Le hablo, le canto, le hago caras para chequear mis expresiones faciales y me excuso con él cuando hice o dije algo que no sonó del todo bien.
Muchas veces consulto con él si debería llamar o no y si lo que estoy haciendo es lo correcto. Pero no me conformo con su estoicismo e indiferencia y le cuestiono también su capacidad de respuesta ante tanto silencio y desatino para luego culparme a mi misma por actitudes sospechosamente desequilibradas.
Siete pisos compartimos, lo cual en tiempos de reloj son algo así como doce segundos. Doce segundos de catarsis y liberación. Salgo al pallier lista para enfrentar mi día que empieza más temprano de lo que me gustaría que empiece, lo cual provoca una más profunda reflexión acerca de la soledad y sus fantásticas ventajas radicando la más importante en esto de no tener que dar explicaciones a nadie. Ni al espejo del ascensor.